Feminismo y Racismo en America Latina
por Francesca Gargallo
¿Por qué, el feminismo latinoamericano, a pesar de tener claridad a mediados del siglo XIX, se resiste y titubea hoy al abordar el problema del racismo a su interior? Una de las razones apuntaría a las costumbres racistas de las clases medias blancas o mestizas de América de donde provienen la mayoría de las feministas, en particular las académicas.
La raza y la pertenencia étnica son determinantes en la configuración de la estructura de clases en América Latina, donde predomina una verdadera pigmentocracia sectaria en los ámbitos salarial, educativo y social. Si se pierde el empuje revolucionario según el cual para salir de la discriminación hay que reconocer y luchar contra todas sus formas, entonces es comprensible que una mujer blanca para escapar de la discriminación de género abandone la lucha por la liberación de las mujeres y hombres que, por motivos históricos de opresión, viven la identificación de su color, su lengua y su cultura con el privilegio que se abroga la sociedad blanca de explotarlos.
El ala igualitarista y mayoritaria del feminismo pelea su visibilidad en el sector público, luchando no tanto por el reconocimiento del derecho de las mujeres a ser diferentes del modelo masculino dominante, sino a ser consideradas iguales a él al interior de un sistema que ya no pretende transformar. Así se esfuerza con identificar sus posiciones con las de la modernidad occidental, en particular con las reivindicaciones de la burguesía ilustrada de finales del siglo XVIII de igualdad y libertad, olvidando que esa misma modernidad en América Latina se negó a reconocer los derechos de los haitianos en 1805 y de los indígenas durante 500 años. La modernidad americana nació y se mantuvo colonialista y racista.
Para igualarse a lo inigualable, a lo diferente y ajeno, hay que hacer concesiones, vestirse de traje sastre, bajar el tono de la voz, no mostrar sentimientos, en fin dejarse colonizar. Dice Amalia Fischer que la modernidad occidental solamente respeta aquello que es como él, es decir tolera la diferencia del otro sólo cuando es derrotada: “Vuélvete como yo y respetaré tu diferencia”.
Ya que la diferencia es obvia pero la igualdad es anhelada, la corriente mayoritaria del feminismo ha optado por la práctica de obtener derechos y visibilidad en los ámbitos de privilegios de los hombres erigidos como modelo: la academia, los medios de comunicación, las finanzas, la política representativa. Para ello ha insistido en el empoderamiento de las mujeres, negando que en principio esa palabra mal traducida significara potenciamiento y visibilidad de las cualidades positivas que emanaban de la experiencia histórica de las mujeres.
Algunas latinoamericanas empiezan a denunciar que la imposición de la lucha por el poder a las mujeres capaces de evidenciar que el modelo autoritario es uno y se reproduce en todos los ámbitos, fomentando el racismo, el sexismo, el menosprecio hacia los diferentes, superponiendo las condiciones de sumisión en el mundo, es volver a impedir que las mujeres den muestra de lo obvio, de lo que queda oculto a la medición “objetiva”; es volver a imponer el velo a los ojos del mundo.
Este feminismo se reorganiza alrededor de la propia necesidad de las mujeres de no dejarse reciclar por el sistema capitalista y su episteme. Las lleva a descubrir que la hermenéutica del poder es la única hermenéutica a la que se opone tanto el pensamiento académico como la democracia formal, porque desencadena el conocimiento de la resistencia como un elemento triunfante frente a las imposiciones. Del nuevo antirracismo feminista se construye la interpretación de las crisis de los movimientos sociales y se analizan las formas de reproducción de la dominación hacia adentro del feminismo académico y de las políticas públicas: exclusión, racismo, homofobia, construcción de jerarquías, caudillismos, silenciamientos, falta de circulación de la palabra.
Según María del Rayo Ramírez Fierro, ubicar el propio análisis de la realidad desde América Latina implica hacerlo desde “todos los lugares marginales del imperio global”. Esto es, desde espacios geográficos, culturales y económicos donde los movimientos sociales más recientes han aglutinado a sectores diversos (mujeres y hombres indigentes urbanos, indígenas y campesinos, desempleados, de la tercera edad, niños de la calle, afrodescendientes, migrantes) para estructurar reclamos que tienen que ver con algo más profundo, más elemental que la lucha por la socialización de los instrumentos de producción.
Se han juntado alrededor de la no privatización de recursos naturales primarios como el agua o el gas, contra el turismo trasnacional, contra el latifundio y la agroindustria: son los sin tierra de Brasil, los sin rostro de México, y los sin techo de toda América, es decir son los seres humanos extranumerarios para el sistema capitalista mundial que, desde sus márgenes, son capaces de ponerlo en crisis.
El movimiento zapatista en México, los cocaleros en Bolivia, los indígenas amazónicos y andinos de Ecuador y Venezuela están denunciando la relación entre el colonialismo, el racismo y las desigualdades económicas, de oportunidades y de acceso a los servicios públicos entre los mestizos y los indígenas.
Igualmente juzgadas como manifestaciones de racismo son las políticas de castellanización y aculturación de los pueblos originarios: “Nos quieren desindianizar”, denuncia la maestra Perla Francisca Betanzos Gondar, de Milpa Alta. “Quien estudia español ya no quiere hablar náhuatl y lo olvida. El proceso de desindianización implica que quien habla español es gente de razón, es gente respetada. Con la lengua se pierde la cosmovisión, la relación con la naturaleza como madre, la idea que el principio creador, Ometéotl, es femenino y masculino, que las mujeres representamos a la tierra…”.
Las feministas, lejos de rechazar la existencia de las relaciones racistas, las ubican al interior de una red de poderes que también vincula el colonialismo con el sexismo, y éste con la violencia.
Según Sueli Carneiro, las que podrían ser consideradas historias o reminiscencias del periodo colonial, permanecen vivas en el imaginario social y adquieren nuevos ropajes y funciones en un orden social supuestamente democrático, pero que mantiene intactas las relaciones de género -según el color, la raza, la lengua que se habla y la religión- instituidas en el periodo de los encomenderos y los esclavistas.
Imaginar es desear una imagen de sí, una imagen utópica, diversa de la que los roles y jerarquías asignan a la persona. A la vez, el deseo no es afán de apropiación de algo o alguien exterior, sino anhelo de saber y saberse desde sí. De tal modo, renovar el imaginario del ser mujer por parte una colectividad femenina supone la voluntad de querer revisarse en la historia, por el deseo de saber si existe una posibilidad de autodefinirse como mujeres, y por el deseo complementario de saberse proponer como miembro de pleno derecho de la comunidad humana. Desplegar el deseo implica necesariamente un movimiento hacia un cambio del propio status quo que, como dice Marta Sánchez Néstor, se sigue de “recordar nuestras antepasadas femeninas”. Por supuesto, quererse saber significa desconocer conscientemente la idea de nosotras que ha construido (y asignado e impuesto) la cultura del poder hegemónico.
¿Por qué, el feminismo latinoamericano, a pesar de tener claridad a mediados del siglo XIX, se resiste y titubea hoy al abordar el problema del racismo a su interior? Una de las razones apuntaría a las costumbres racistas de las clases medias blancas o mestizas de América de donde provienen la mayoría de las feministas, en particular las académicas.
La raza y la pertenencia étnica son determinantes en la configuración de la estructura de clases en América Latina, donde predomina una verdadera pigmentocracia sectaria en los ámbitos salarial, educativo y social. Si se pierde el empuje revolucionario según el cual para salir de la discriminación hay que reconocer y luchar contra todas sus formas, entonces es comprensible que una mujer blanca para escapar de la discriminación de género abandone la lucha por la liberación de las mujeres y hombres que, por motivos históricos de opresión, viven la identificación de su color, su lengua y su cultura con el privilegio que se abroga la sociedad blanca de explotarlos.
El ala igualitarista y mayoritaria del feminismo pelea su visibilidad en el sector público, luchando no tanto por el reconocimiento del derecho de las mujeres a ser diferentes del modelo masculino dominante, sino a ser consideradas iguales a él al interior de un sistema que ya no pretende transformar. Así se esfuerza con identificar sus posiciones con las de la modernidad occidental, en particular con las reivindicaciones de la burguesía ilustrada de finales del siglo XVIII de igualdad y libertad, olvidando que esa misma modernidad en América Latina se negó a reconocer los derechos de los haitianos en 1805 y de los indígenas durante 500 años. La modernidad americana nació y se mantuvo colonialista y racista.
Para igualarse a lo inigualable, a lo diferente y ajeno, hay que hacer concesiones, vestirse de traje sastre, bajar el tono de la voz, no mostrar sentimientos, en fin dejarse colonizar. Dice Amalia Fischer que la modernidad occidental solamente respeta aquello que es como él, es decir tolera la diferencia del otro sólo cuando es derrotada: “Vuélvete como yo y respetaré tu diferencia”.
Ya que la diferencia es obvia pero la igualdad es anhelada, la corriente mayoritaria del feminismo ha optado por la práctica de obtener derechos y visibilidad en los ámbitos de privilegios de los hombres erigidos como modelo: la academia, los medios de comunicación, las finanzas, la política representativa. Para ello ha insistido en el empoderamiento de las mujeres, negando que en principio esa palabra mal traducida significara potenciamiento y visibilidad de las cualidades positivas que emanaban de la experiencia histórica de las mujeres.
Algunas latinoamericanas empiezan a denunciar que la imposición de la lucha por el poder a las mujeres capaces de evidenciar que el modelo autoritario es uno y se reproduce en todos los ámbitos, fomentando el racismo, el sexismo, el menosprecio hacia los diferentes, superponiendo las condiciones de sumisión en el mundo, es volver a impedir que las mujeres den muestra de lo obvio, de lo que queda oculto a la medición “objetiva”; es volver a imponer el velo a los ojos del mundo.
Este feminismo se reorganiza alrededor de la propia necesidad de las mujeres de no dejarse reciclar por el sistema capitalista y su episteme. Las lleva a descubrir que la hermenéutica del poder es la única hermenéutica a la que se opone tanto el pensamiento académico como la democracia formal, porque desencadena el conocimiento de la resistencia como un elemento triunfante frente a las imposiciones. Del nuevo antirracismo feminista se construye la interpretación de las crisis de los movimientos sociales y se analizan las formas de reproducción de la dominación hacia adentro del feminismo académico y de las políticas públicas: exclusión, racismo, homofobia, construcción de jerarquías, caudillismos, silenciamientos, falta de circulación de la palabra.
Según María del Rayo Ramírez Fierro, ubicar el propio análisis de la realidad desde América Latina implica hacerlo desde “todos los lugares marginales del imperio global”. Esto es, desde espacios geográficos, culturales y económicos donde los movimientos sociales más recientes han aglutinado a sectores diversos (mujeres y hombres indigentes urbanos, indígenas y campesinos, desempleados, de la tercera edad, niños de la calle, afrodescendientes, migrantes) para estructurar reclamos que tienen que ver con algo más profundo, más elemental que la lucha por la socialización de los instrumentos de producción.
Se han juntado alrededor de la no privatización de recursos naturales primarios como el agua o el gas, contra el turismo trasnacional, contra el latifundio y la agroindustria: son los sin tierra de Brasil, los sin rostro de México, y los sin techo de toda América, es decir son los seres humanos extranumerarios para el sistema capitalista mundial que, desde sus márgenes, son capaces de ponerlo en crisis.
El movimiento zapatista en México, los cocaleros en Bolivia, los indígenas amazónicos y andinos de Ecuador y Venezuela están denunciando la relación entre el colonialismo, el racismo y las desigualdades económicas, de oportunidades y de acceso a los servicios públicos entre los mestizos y los indígenas.
Igualmente juzgadas como manifestaciones de racismo son las políticas de castellanización y aculturación de los pueblos originarios: “Nos quieren desindianizar”, denuncia la maestra Perla Francisca Betanzos Gondar, de Milpa Alta. “Quien estudia español ya no quiere hablar náhuatl y lo olvida. El proceso de desindianización implica que quien habla español es gente de razón, es gente respetada. Con la lengua se pierde la cosmovisión, la relación con la naturaleza como madre, la idea que el principio creador, Ometéotl, es femenino y masculino, que las mujeres representamos a la tierra…”.
Las feministas, lejos de rechazar la existencia de las relaciones racistas, las ubican al interior de una red de poderes que también vincula el colonialismo con el sexismo, y éste con la violencia.
Según Sueli Carneiro, las que podrían ser consideradas historias o reminiscencias del periodo colonial, permanecen vivas en el imaginario social y adquieren nuevos ropajes y funciones en un orden social supuestamente democrático, pero que mantiene intactas las relaciones de género -según el color, la raza, la lengua que se habla y la religión- instituidas en el periodo de los encomenderos y los esclavistas.
Imaginar es desear una imagen de sí, una imagen utópica, diversa de la que los roles y jerarquías asignan a la persona. A la vez, el deseo no es afán de apropiación de algo o alguien exterior, sino anhelo de saber y saberse desde sí. De tal modo, renovar el imaginario del ser mujer por parte una colectividad femenina supone la voluntad de querer revisarse en la historia, por el deseo de saber si existe una posibilidad de autodefinirse como mujeres, y por el deseo complementario de saberse proponer como miembro de pleno derecho de la comunidad humana. Desplegar el deseo implica necesariamente un movimiento hacia un cambio del propio status quo que, como dice Marta Sánchez Néstor, se sigue de “recordar nuestras antepasadas femeninas”. Por supuesto, quererse saber significa desconocer conscientemente la idea de nosotras que ha construido (y asignado e impuesto) la cultura del poder hegemónico.
1 Comments:
“Vuélvete como yo y respetaré tu diferencia”. Lo mismo que hacen los machistas con las mujeres, lo hacen las mujeres (muchas llamadas "feministas") con otras mujeres... Porque tambien está el ´racismo cultural´... Aquí vendría siendo "vuelvete chilena y respetaré tu diferencia"...
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